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EL GUIÑOL DE LLURA
Llovía a cántaros el día que el profesor de Llura faltó a clase. Los vientos azotaban furiosos los ventanales del colegio y encharcaban el patio del recreo. Algunas veces, sólo algunas veces, el mal tiempo en los cielos es preludio de desgracias en la tierra.
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El nuevo profesor, que dijo llamarse Severo Briales de Alcantarilla (aunque luego dejó claro que los alumnos deberían dirigirse a él como don Severo), interrumpió al director y dio por finalizadas las presentaciones.
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Don Severo vestía de forma extraña. Los zapatos negros, el pantalón negro y la camisa de un color indeterminado, entre el marrón oscuro y el negro mohíno. También los calcetines, en un descuido, aparecieron ennegrecidos. Llura, por lo general muy sensible a la estética, pensó: "Puede que también su alma sea negra".
El nuevo profesor se colocó frente a la clase, cruzó los brazos y arqueó levemente los labios, en lo que resultó ser una media sonrisa de lo más inquietante. Luego deslizó su mirada sobre los alumnos. Al acabar la ronda completa dio su primera orden.
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Pero como los niños y las niñas se despistaban con ese asunto de los puntos cardinales, don Severo se encargó personalmente de ubicarlos en sus nuevos pupitres. Mientras lo hacía, Llura se preguntó cuál sería el lugar que le asignarían a ella. En el fondo no se consideraba ni gorda ni delgada, ni alta ni baja. Más bien del montón. Levantó la mano y se lo hizo saber al profesor.
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Así fue como el nuevo profesor, con esa extraña e insólita norma, rompió con la armonía que reinaba en la clase, pues nunca nadie allí había reparado en gordos o en delgados, en altos o en bajos.
Al cabo de una semana la competencia y la frustración reinaban en la clase. Los gordos anhelaban pasar al grupo de los flacos, éstos, al grupo de los altos, pero los altos, que ocupaban el lugar más cercano a don Severo, suspiraban por colocarse en el grupo de los bajos, que aspiraban a su vez a convertirse en gordos con tal de salir de ese grupo de tan minúsculo tallaje.
Llura, con su pupitre situado en mitad de la clase, se entristeció mucho por el comportamiento de sus amigos. Aunque ella no pertenecía a ninguno de esos grupos, en realidad se sentía parte de todos, pues era un poco más alta que Alicia (la más alta del grupo de los bajos), pero un centímetro más baja que Camil (el chico más bajo del grupo de los altos). También era un poco más gruesa que Helena (la chica más gorda del grupo de los delgados), pero algo más delgada que Carles (el chico más delgado del grupo de los gordos). Así que esta nueva situación le pareció de lo más absurda.
Don Jaime, su profesor de toda la vida que ahora se encontraba enfermo, solía decir: "La personas somos como muñecos de guiñol. Los cuerpos y los trajes son diversos y coloridos, pero dentro siempre late un alma humana en busca de felicidad". Un día les planteó un ejercicio. Con una tiza trazó una línea vertical y dividió la pizarra en dos partes. En un lado rotuló la palabra MUÑECO. Allí cada alumno debía escribir las diferencias que ellos veían entre las personas. En el otro lado de la pizarra rotuló la palabra MANO. Aquí debían anotar las cosas comunes a toda la humanidad.
Encontrar las diferencias les resultó fácil. Sólo había que echar un vistazo a los compañeros de clase: Mosi, de Senegal, con la piel negra y el pelo rizado; Xu Yui, que vino de China, con los ojos rayados y la piel pálida; Luis Fernando, peruano, muy moreno, con el pelo negro y alisado. También entre los propios niños y niñas españoles se encontraban diferencias. Los había rubios, castaños y morenos. De ojos claros o marrones. Por supuesto, también los había gordos y flacos, altos y bajos. Así que el lado de la pizarra con la palabra MUÑECO se llenó pronto de un gran listado de diferencias.
Don Jaime observó el inmenso listado y se sonrió. Les dijo que el mundo era un maravilloso y gigantesco guiñol, con todo ese elenco de personajes dispares y divertidos. "Pero de nada sirve un muñeco de guiñol si no existe una mano diestra que lo maneje por dentro. Ahora buscaremos las cosas que son comunes a todas las personas por el simple hecho de haber nacido seres humanos".
Encontrar las cosas comunes parecía más complicado. A nadie se le ocurría nada que anotar en ese lado de la pizarra. Don Jaime les dijo que esa dificultad se debía a que la humanidad llevaba mucho tiempo haciendo hincapié en las diferencias. Así que él se ofreció a ayudarlos. Escribió en la pizarra la primera cosa común a todos los seres humanos: LA BUSQUEDA DE LA FELICIDAD. Don Jaime dijo que todas las personas en el mundo nacen con ese anhelo. Luego los niños propusieron muchas más: EL AMOR, LOS SUEÑOS, LA COMIDA SABROSA, DISFRUTAR DE LOS ANIMALES DE COMPAÑÍA, LAS ENFERMEDADES, LA CURIOSIDAD, EL DESEO DE VIAJAR... Llura también propuso la suya: A TODOS LOS NIÑOS DEL MUNDO LES GUSTAN LAS CHUCHES Y LOS DIBUJOS ANIMADOS.
Ensimismada en tales pensamientos, Llura dejo de escuchar la voz monótona de don Severo explicando la lección, y cuando sonó la bocina su mente ya había ideado un plan para restablecer la armonía en la clase y hacer entrar en razones al nuevo profesor.
Aquel día, la extraña colocación de las sillas y las mesas en el aula alteró la pose habitual de don Severo. Unas mesas superpuestas a otras servían de andamiaje para algo parecido a un pequeño escenario. Por encima de ese improvisado escenario sobresalía un pajarraco negro de tela movido por una mano.
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Luego apareció otro muñeco de tela. Se trataba de un cocodrilo. La voz sonó muy parecida a la de Helena.
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Entonces se presentó un elefante. Por la voz debía ser Llura la que manejaba el muñeco.
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La misma respuesta se encontraron un búho, una jirafa, una serpiente y un mono. El cuervo siempre conseguía encontrar algo que no le agradaba. Fue entonces cuando los personajes de ese insólito guiñol salieron de detrás de las mesas y se acercaron a don Severo. Allí estaban, rodeando al profesor, el cocodrilo, el búho, la jirafa, el elefante y muchos otros animales manejados por las manos de Helena, de Camil, de Carles, de Mosi, de Xu Yui y del resto de compañeros de clase. Cada uno de ellos había confeccionado en su casa un pequeño muñeco de trapo o de cartulina siguiendo el plan ideado por Llura. Y ahora todos hablaban al unísono: ¡Queremos ser tu amigo, queremos ser tu amigo...!
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Don Severo se sentó en su silla de profesor y observó a los niños. Algo en su rostro había cambiado. La mirada ya no era pequeña y escrutadora. Tampoco la sonrisa parecía inquietante. Y es que sus pequeños alumnos le habían enseñado la más importante lección de su vida: aceptar al otro es aceptar sus diferencias. Y si es verdad que soltó alguna lágrima cuando la mirada se le perdió a través de los ventanales, lo hizo por la emoción de comprender que allí fuera existía un mundo tan fascinante y múltiple como el improvisado guiñol de su alumna Llura.
MIGUEL ANGEL GAYO SANCHEZ